lunes, 16 de mayo de 2011

Los impuestos y la democracia representativa, Por Roberto Cortés Conde, Para LA NACIÓN

Jueves 26 de junio de 2008 | Publicado en edición impresa

Lo que ha ocurrido en la Argentina en los últimos meses fue, probablemente, una secuela de la crisis de representatividad que estalló en 2001. Ni el Poder Ejecutivo debió haber legislado sobre un impuesto ni éste podía ser discutido en las rutas. El ámbito adecuado era el Congreso. Es hora de que éste reasuma sus facultades constitucionales.
Un sistema impositivo legal y legitimizado por el consenso, como en otras experiencias históricas exitosas, es la condición de un sólido régimen fiscal y, no menos, de la estabilidad del régimen político. 

La facultad de establecer impuestos –llámeselos de cualquier manera: tributos, contribuciones, etcétera– corresponde al Congreso. Es indelegable y no puede ser sustituida por medidas administrativas. Se funda en que sólo los representantes de los contribuyentes pueden ceder su patrimonio. 

Las disposiciones constitucionales tienen una larga tradición. La democracia moderna tuvo su origen en los parlamentos en los que los representantes del pueblo decidían sobre los impuestos. En épocas medievales, los monarcas, a su vez propietarios de grandes feudos, vivían de sus ingresos señoriales. Cuando las monarquías se consolidaron en estados nacionales y los costos de la guerra aumentaron, se necesitaron mayores recursos, por lo que debieron pedir ayudas a los nobles, que, hasta entonces, sólo estaban obligados a prestaciones de sangre (armarse en defensas del rey). 

El ilustre historiador español Claudio Sánchez Albornoz ha sostenido que debido a la permanente necesidad que tuvo la realeza del apoyo fiscal de las villas y ciudades nacieron las cortes y que desde entonces no se recaudaron mas impuestos sin su aprobación (España, un enigma histórico, Barcelona, Edhasa, 1983).
En Inglaterra, el hecho de que los impuestos debieran ser consensuados y de que el rey no pudiera aplicarlos por su propia cuenta había tenido su origen en el contrato feudal.
Maitland (The Constitutional History of England, Cambridge at the University Press, 1963) recuerda que el rey Juan había tratado de imponer un tributo del 1/13 a las tierras cultivadas. Eso provocó una rebelión que lo obligó a convocar a una asamblea de representantes locales. Ella estableció la Carta Magna de 1215, la que en su artículo 12 prohibió exigir contribuciones que no estuvieran decididas por el común consentimiento del reino. Esas reuniones se convirtieron en formas definitivas en los parlamentos. 

El requisito de que el rey debía consultar a sus súbditos para cobrarles impuestos había tenido su origen en el contrato feudal y en el derecho consuetudinario de las tribus germánicas, que preservaban los “privilegios” (libertades) de los hombres libres.
Sin embargo, al fortalecerse las monarquías nacionales los reyes trataron de alcanzar el poder absoluto, lo que incluía la atribución de fijar los impuestos. En España –señala Sánchez Albornoz–, en el siglo XV los reyes aprobaban tributos sin acuerdo de las Cortes. Con la declinación de éstas, en los siglos siguientes se consolidó la monarquía absolutista, que perduró hasta el siglo XIX . 

En Francia, las asambleas de los tres estados (nobleza, clero y Estado llano) no se constituyeron en el siglo XVIII. La falta de consulta a los estados generales fue utilizada por la nobleza para frenar los intentos de la monarquía para extenderle la obligación de pagar impuestos, lo que provocó reiteradas crisis financieras en ese siglo y obligó a que Luis XVI convocara a los estados generales, proceso que terminó en la revolución de 1789.
En Inglaterra, en el siglo XVII, Carlos I pretendió recaudar nuevos impuestos, lo que fue declarado ilegal por el Parlamento en 1610. En 1625, éste presentó al rey una petición de derechos que le prohibía aplicar impuestos sin su aprobación. Como respuesta, Carlos I disolvió el Parlamento. Eso provocó una guerra civil, que finalizó con el acuerdo de 1688. Tal acuerdo fue la base de la constitución no escrita de Inglaterra, que estableció que sólo el Parlamento puede votar impuestos y que le corresponde el control de cómo se gastan esos fondos. El acuerdo de 1688, que también promulgó el hábeas corpus –otro principio del “régimen de libertad inglesa”, como lo llamaba Montesquieu–, le permitió a la Corona ampliar sus recursos, enfrentar conflictos en el siglo XVIII, sin crisis financieras, y alcanzar una larga estabilidad fiscal y política de más de cuatro siglos.
En Francia, desde Luis XIV se consolidó el poder absoluto de la Corona, que se reservó la autoridad sobre los impuestos. Las consecuencias fueron negativas. Sin consenso, fueron reiteradas las crisis financieras, debido a la menor percepción de impuestos y al mayor costo del crédito, lo que provocó también serias crisis políticas. 

La independencia de los Estados Unidos comenzó con el rechazo a la Stamp Act y con el tea party, en Boston. Como los colonos norteamericanos no tenían representantes en el Parlamento inglés, sostuvieron que no estaban obligados al pago de contribuciones (No taxation without representation). La facultad exclusiva del Congreso en materia de impuestos quedó plasmada en la Constitución norteamericana (Art. 1, sección 8), y de allí pasó a la nuestra, de 1853/60, aunque aquélla había prohibido los derechos de exportación (Art. 1, sección 9). 

El principio de que todo impuesto, gravamen o contribución tiene que ser votado por el Congreso está en los artículos 4 y 75, inciso 1, de nuestra Constitución. Es esencial al régimen representativo y asegura que no se violen los derechos de propiedad. Esa facultad no puede ser adoptada por el Poder Ejecutivo ni aun en circunstancias excepcionales (Art. 99, inciso 3), ya que son los contribuyentes, por medio de sus representantes, los que deciden sobre la cesión de su patrimonio. La propia idea de la representación se basa en que sólo los contribuyentes pueden ceder su patrimonio. Es un poder delegado del pueblo soberano en sus representantes. 

El hecho de que los impuestos se dispongan para allegar recursos al Tesoro o de que puedan servir de instrumentos de política económica y redistributiva –lo que es usual en toda política tributaria– no justifica la ausencia de decisión legislativa.
Nuestra Constitución establece un régimen federal. Toda disposición que afecte la percepción de los ingresos de las provincias (como las retenciones, derechos de exportación que afectan la recaudación del impuesto a las ganancias, que es coparticipable) atenta contra el federalismo, más aún porque las provincias tienen la obligación de asegurar la educación primaria (Art. 5). Restarles recursos es regresivo, ya que nada favorece más una distribución equitativa del ingreso que la extensión a todos de una educación de calidad. Pero las provincias tienen también gastos de educación secundaria, hospitales, caminos, justicia y policía, y las retenciones, porque disminuyen las ganancias les restan recursos para ellos. Pero no sólo les quitan ingresos a los productores y a los gobiernos provinciales. Toda esa enorme masa de recursos no se derramará sobre las provincias que los producen, sino que quedará concentrada a disposición del gobierno central. 

Es hora de que el Congreso, derogando los poderes delegados en el Ejecutivo por una emergencia que ya no es tal, trate la demorada ley de coparticipación y una reforma impositiva seria. Sería un avance notable para la institucionalización del país. 

El autor es presidente honorario de la Asociación Internacional de Historia Económica. 

http://www.lanacion.com.ar/1024725-los-impuestos-y-la-democracia-representativa

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